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  • Foto del escritorPhine

Lo que he aprendido de la discapacidad: evolución

A estas alturas de mi vida, tras doce años, puedo afirmar que ser madre de un hijo con discapacidad severa es casi lo mismo que ser madre de dos niños normotípicos, al tiempo que es diferente.

Es una ambivalencia emocional porque tras tanto tiempo ha llegado una aceptación que normaliza unas situaciones diarias complicadas. Sí, a veces se tambalea. Pero paralelamente sientes un amor por él que es prácticamente inexplicable. Mientras, el amor por sus hermanos es otro, distinto. Mi bisabuela, madre de seis hijos, siempre decía “si tuvieras que cortarte un dedo, ¿Cuál elegirías?” Ninguno, porque la maternidad me ha enseñado que la capacidad de amar es infinita, y no solo respecto a mis propios hijos…


No es que lo quiera más, es diferente porque ese amor va aderezado de ternura, de necesidad de cuidar, de proteger a un ser que sabes no puede hacerlo por sí mismo.


En los primeros años te sientes celosa, triste, derrumbada. Tienes un bebé, con lo que eso implica de cansancio, de cambios de ánimo. Te desborda absolutamente cada día, tienes altibajos. Nada que una madre primeriza no experimente. Pero, apenas eres consciente de que tu hijo es diferente tú también lo eres.


Cuando te convences de que es cuestión de tiempo, de que el desarrollo es plasticidad y cada niño tiene su ritmo. Cuando la gente de tu alrededor te dice que no exageres y te aferras a eso. Pero en tu interior muy adentro sabes que no es así, que algo no es como se supone que debería.


Cuando la palabra discapacidad aparece por primera vez y tratas de escupirla manteniendo la compostura, con normalidad. Le quitas importancia mientras sientes la necesidad de explicar una y otra y otra vez qué le pasa a tu hijo. Cuando ocultas tus lágrimas bajo las gafas de sol o estallas al entrar en el coche o el portal de casa y solo quieres abrazar a tu pequeño al que le pides disculpas.


Cuando vas al parque o con tus amigos con hijos de edades parecidas -si los tienes-, o hermanos, o primos. Y sin pretenderlo vas comparando tu maternidad. Lo que al principio serán pequeños detalles al cabo de los meses serán grandes distancias hasta convertirse en abismos. Cuando sus hijos corren, hablan, cogen la fruta solos y el tuyo casi no es capaz de sentarse erguido en el suelo.

Cuando las conversaciones se van volviendo incómodas porque la emoción de los alcances de cada hito de unos se te clavan como agujas y sientes esa mezcla de emoción por ellos, quizás celos, y desazón. Y te animan diciendo que “verás como llegará el día en el que lo conseguirá” pero tus dudas hacen que no lo veas posible.


Cuando apenas tienes contacto con nadie porque vives lejos de tu entorno, de todos, y cuando llegan vacaciones o fechas señaladas cada vez te apetece menos socializar porque no estás bien, te duele y prefieres la soledad. Y sí, hay momentos de soledad buscada y otros en que ésta se da porque parte de ese entorno no sabe cómo reaccionar y se aleja. Lo que en un principio es enfado, muta a dolor y con el tiempo a indiferencia. Eso es así.


Cuando te obsesionas con la información, revistas, webs, libros, foros…ves casos con similitudes y te aferras a un clavo ardiendo. Pruebas ciento y una terapias que solo al cabo de los años descubres que eran de dudosa eficacia, pero a esas alturas ya no importa ni el dinero ni el tiempo, porque aprendes a tener criterio y has desarrollado una fuerza interior que te hace sobreponerte al hecho de sentirte engañada.


Cuando cada evaluación los primeros años son un tormento porque conoces las pruebas, porque sabes que no son para tu hijo, porque sabes que no va a colaborar porque no las comprende. Cuando cada visita a una valoración es motivo de noches sin dormir y ansiedad y solo puedes pensar “¿hasta cuándo?, que acabe ya“, porque ya sabes la respuesta. Lo sabes.



Cuando te pasas el día y la noche llorando. Por una pérdida de expectativas, por un futuro que querías y que no va a ser, por tu “mala suerte”, por un “porqué a mí”, por un “no es justo”, por un “no puedo más”, por un “si yo no le hecho daño nunca a nadie Dios, y siempre he confiado”.

Y un día dejas de llorar, entiendes que no es cuestión de expectativas, de deseos, de mala suerte, ni de fe, fe que pierdes en gran parte por el camino.


Consigues darle forma a ese dolor porque tu bebé comienza a trabajar y dar sus frutos, aunque de manera lenta. Porque lo miras y es tu hijo, solo importa eso. Asumes que tienes un camino de vida por delante y que ni llorar, ni autocompadecerse, ni enfadarse lo van a ayudar. Tú tienes la llave, tú eres quien marcará la ruta a seguir.


Ya no te abrumas ni se te coge un nudo en el pecho cuando pasas por el colegio de sus hermanos y ves a sus compañeros de la guardería jugar mientras él apenas da sus primeros pasos. Ya no te abruma el pensar en amigos, parejas, competiciones, estudios, futuro…En realidad sí lo hace pero de una manera más comedida, solo de vez en cuando cuando te encuentras en momentos de bajón, de debilidad, pero te sobrepones en un abrir y cerrar de ojos, y sigues pensando en el siguiente paso a dar, en sus capacidades, en esos pequeños logros que años atrás jamás pensaste que serían el motor de tu existencia.


Al mismo tiempo estás con tus otros hijos, acompañándoles en un excitante camino de crecimiento, descubrimiento y aprendizajes apasionante, divertido, emocional.

Y lejos de lo que creías, tienes para los tres, tiempo para los tres, y lo haces de la mejor manera que puedes. Y estás bien con ello.

Lo has hecho sola y así va a ser. Te has hecho a vivir en tu pequeña familia, y ahora afrontas el mundo, tu entorno, con una naturalidad que no creías posible. Cuando tu hijo es tema de conversación de tu boca solo salen palabras de cariño, de reconocimiento, de alabanza hacia él. Lo que antes te molestaba cuando te preguntaban, cuando miraban, cuando ignoraban ahora te impulsa para dar clases magistrales en unos minutos sobre cómo actuar, porqué ha sucedido, qué hacer, cómo se gestiona… Y te sientes bien, contigo y con el mundo.

Aprendes a dar gracias a una vida con la que llegaste a estar muy enfadada y a sentir empatía por aquellos que lo tienen mucho más difícil, a ofrecerles la ayuda que puedas brindarles, aunque no pueda ser de manera física.


Y entiendes, al fin, la suerte que tienes, porque tener un hijo con discapacidad te enseña a sentir el amor más grande que hubieras imaginado, más importante que tú.



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