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  • Mafer M.

Marcelo, mi niño especial


Después de 10 años de noviazgo y tres de matrimonio, mi esposo y yo decidimos que ya era un buen momento para tener un bebé. No fue fácil el camino, pues tardó 3 años más en llegar a nuestras vidas ese pequeño que sería el resultado de tanto amor. Deseábamos con todo nuestro corazón su llegada, nos hacía mucha ilusión tenerlo en nuestros brazos.

Cuando supimos de su llegada, empezamos ha hacer muchos planes, el adorno que colgaríamos en la puerta del cuarto del hospital, la ropita que usaría al llevarlo a casa, la decoración de su cuarto, cuál sería su personaje favorito, qué ropón llevaría el día de su bautizo, qué clases tomaría y una larga lista hasta llegar a pensar en la mejor universidad -quienes son padres pueden confirmar que no exagero-.

Tuve un embarazo complicado y más de la mitad en reposo absoluto, y a pesar de ello puedo decir que tuve un embarazo muy feliz y lleno de sueños e ilusiones. Como ya estaba previsto, mi bebé sería prematuro, pero al lograr los 7 meses de gestación supusimos que los riesgos para él ya eran menores. El pediatra ya nos había advertido que el bebé tendría que pasar algunas semanas en la incubadora para lograr un mayor desarrollo y madurez, lo cual no nos generó mucha angustia, pues todo parecía ser parte de un proceso en el que solo necesitaríamos paciencia y mucho

amor para dar a nuestro Bicho -como ahora le decimos de cariño-.

Llegó el día de su nacimiento, sin duda, el día más feliz de toda mi vida. Llena de sentimientos y emociones inexplicables, con Edgar, el amor de mi vida a mi lado, y mi Bichito, que aunque más pequeñito de lo que se esperaba (1,125 kg y 34 cm), nació en buen estado de salud, no podía pedirle nada más a la vida.

Transcurrieron dos semanas en la UCIN (Unidad de Cuidados Intensivos Neonatales); visitábamos a Marcelo dos veces al día, lo cual era muy poco tiempo, pero lo vivíamos intensamente: hacíamos una cadena, los tres tomados de la mano, rezábamos un poco, cantábamos otro rato, contábamos cuentos, le contábamos al Bicho lo que le esperaba afuera y así se nos iban los minutos volando, siempre con ganas de quedarnos ahí más tiempo. El Bicho empezaba a ganar un poco de peso, cada día le aumentaban una gotita más de leche y, en general, su evolución era favorable, cuando un día, en cuestión de minutos, su situación se agravó; debido a los riesgos que siempre existen en las Terapias Intensivas y su bajo peso, una bacteria se alojó en su intestino, causando shock séptico, y poniendo su vida sobre un hilo.

Después de 3 meses en la UCIN, dos cirugías de intestino, traslados de hospitales, transfusiones e infinidad de obstáculos librados, pudimos llevar a Marcelo a casa. Que inmensa alegría encontrar a toda la familia recibiéndolo y una manta en la entrada -idea de sus padrinos- que decía: “Marcelito, bienvenido a tu hogar”. Aquellos sueños, ilusiones y planes que se habían quedado en “pausa”, por fin regresaban a nuestras vidas. Nuestro bebé estaba en casa, fuera de peligro, vivo, no había más.

Al pasar de los días, mi Bichito parecía no estar muy contento; lloraba mucho y sin razón, no se movía mucho, tardaba mucho tiempo en comer, le costaba trabajo conciliar el sueño, y yo, como madre primeriza pensaba “me tocó un hijo berrinchudito, nervioso, muy serio y de poco dormir”. Los médicos también coincidían en que seguramente se trataba de “estrés post-hospitalario” y transcurrido el tiempo se empezaría a tranquilizar. Eso sí, sugirieron terapias de estimulación por aquello de la prematurez, pero hablar de algún problema mayor, para nada.

Después de dos meses de estar en casa, empecé a notar que las reacciones y llantos de Marcelo no eran tan normales como me decían, y a pesar de que médicos y terapeutas me decían que todo estaba bien, en el fondo de mi corazón de mamá, sabía que no era así. Leí, investigué, pregunté, y un día leyendo un libro en Internet, encuentro una lista de características del niño con parálisis cerebral; leí cada una detenidamente, y conforme iba palomeando una tras otra, mi cuerpo se tensaba y se congelaba. Llegué al final de la lista, helada, me paré junto a Edgar y le dije “ya sé lo que tiene Marcelo; tiene parálisis cerebral”. En ese entonces, el Bicho ya tenía casi nueve meses de edad.

Desde ese momento hasta el día de hoy mi vida cambió por completo. Por un lado, empezamos una danza entre médicos, estudios, terapias, cuando yo pensaba que mi danza seria entre clases de fútbol y fiestas infantiles; y por otro, tantos planes y sueños se esfumaron, definitivamente y por completo. En cambio, la incertidumbre, el enojo, el miedo y las dudas, se hicieron constantes y cosa de todos los días.

Pero mas importante que todo eso, Marcelo, mi niño especial, llegó para enseñarme el verdadero valor de las cosas; llegó para mostrarme una forma mucho más pura de amar; llegó para enseñarme a vivir intensa y felizmente; llegó para darle un nuevo sentido a nuestras vidas. Gracias a su llegada, conozco personas maravillosas con las que comparto esta experiencia, y también, conozco cosas de mí que antes ni imaginaba que tenía, como la fortaleza, paciencia, perseverancia, etc. Después de 3 años, puedo decir que no cambiaría ni a mi Bicho como es hoy, ni nada de lo que hemos vivido; hoy puedo decir, que a pesar de lo difícil, duro y doloroso que a veces es el camino, la alegría, las satisfacciones y un profundo amor por la vida es lo que sustenta nuestros pasos.

Marcelo también me enseña todos los días que nada de esto vale la pena si no lo compartimos con los demás, sobre todo, con aquellos que están sufriendo y que sienten que han perdido toda esperanza; que nada de esto vale la pena, si no nos ayudamos mutuamente, al menos es ahí donde nosotros, como individuos y como familia, hemos encontrado el sentido a todo lo que día a día vivimos.

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