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  • Mariana Galán

¿Qué es “diferente”?


Cuando me pidieron que escribiera un artículo para PHINE asentí con mucha emoción y con todo el gusto del mundo. Pero segundos después, mi pensamiento personal entró a todo motor: “¿Cómo vas a escribir para una comunidad con necesidades tan específicas? ¿Qué crees que puedes decirles a personas cuya experiencia pareciera ser completamente ajena a la tuya? ¿Quién crees que eres?

Por fortuna, conozco lo suficiente acerca de cómo funciona el pensamiento como para no prestar demasiada atención a lo que estaba pasando en mi cabeza y, en vez de eso, observar con curiosidad la experiencia que eso estaba provocando en mi.

Caer en cuenta de cómo el pensamiento crea nuestra experiencia de vida momento a momento siempre resulta sorprendente, y esta ocasión no fue la excepción. Sonreí al ver lo real y justificable que parecía mi inseguridad, y recordé múltiples ocasiones en las que he tenido exactamente la misma vivencia: trabajando con grupos de adictos, con personas diagnosticadas con trastorno bipolar, con mujeres en situación de violencia intrafamiliar, con niños sofocados bajo la etiqueta de “problema”, con familias tratando de sobrellevar el suicidio de alguno de su miembros; pero también me ha sucedido lo mismo con exitosos empresarios, con grandes intelectuales o con reconocidas personalidades. La inseguridad es algo con lo que todo ser humano lidia todos los días de su vida, porque simplemente es la consecuencia natural de creernos la historia de que estamos frente a algo “diferente”.

Pero, ¿qué es “diferente”? ¿Qué puede serlo cuando estamos entre seres humanos?

Podemos creer que necesitamos ser iguales para sentirnos conectados con alguien, que necesitamos, por lo menos, ser parecidos. Eso a veces nos lleva a buscar en nuestra historia algo que nos acerque al otro, y a veces nos lleva incluso a exagerar o a inventar algo para que así parezca. Pero todo eso no es más que el resultado de un terrible malentendido, porque la conexión humana se da en el espacio más básico y elemental posible, en nuestra humanidad misma. Se da antes de cualquier historia que podamos contarnos acerca de nosotros mismos, del otro, y de lo distintas que parecen ser nuestras realidades; se da antes de lo “diferente”. Por eso, cuando voy a empezar a trabajar con alguien, mientras menos sepa de él, de su historia, de sus “credenciales”, mejor, porque así no me distraigo con lo que me invento y me puedo concentrar únicamente en el ser humano que tengo delante.

Eso es justamente lo que sucede en el mundo de nuestros hijos, en el mundo de todos los niños. Viven la conexión en todas sus expresiones. Y sucede de la manera más natural del mundo porque es lo más natural del mundo.

Estoy segura de que todos lo padres del mundo hemos tenido la experiencia de ver a nuestros hijos conectar de manera inmediata y profunda con alguien. Es más, todos hemos tenido la experiencia de verlos en conexión con otras cosas: con un árbol, con un caracol, con la brisa… Los niños tienen la capacidad de conectar directamente con todo lo que se les ponga delante justamente porque no han creado un guión acerca de si mismos, ni del otro, ni del mundo que habitan y de cómo debería ser. Por eso gozan de una absoluta libertad para explorar las cosas tal y como son. Los que exploran son realmente ellos, no el guión que han hecho de si mismos; y lo que exploran es realmente ese árbol, ese caracol, esa brisa, no el guión que tienen de un árbol, un caracol y la brisa. Están, de verdad, en conexión. Por eso todo es maravilloso en su mundo y pueden disfrutar exponerse a ello una y otra y otra vez, porque todo es nuevo siempre.

Esa apertura, esa falta de juicio (en el sentido estricto de la palabra, pues no están juzgando), les permite ir descubriendo y gozando su experiencia en tiempo real. Su felicidad al momento de explorar no depende de nada: es incondicional. Porque los seres humanos estamos hechos para explorar, y nos deleitamos en la exploración. En la exploración descubrimos la conexión que tenemos con el todo. Podríamos decir que estamos hechos para experimentar conexión, y nos deleitamos en ella.

El saber que la conexión ya está dada en el aquí y el ahora, antes que nada, y que lo único que queda por hacer es descubrirla, explorarla, gozarla, nos quita de encima el peso de creer que tenemos que crearla.

Se nos olvida, sí, todo el tiempo. Pero recordarlo no es difícil. Basta con prestar atención al sentimiento. Si hay gozo, debe ser porque estoy presente. Si hay inseguridad -en cualquiera de sus formas- es que estoy en mi juicio.

Ese gozo que trae el sabernos y reconocernos en conexión es una verdadera necesidad humana, quizá la más elemental de todas. Decía la madre Teresa de Calcuta: “Si juzgas a la gente, no te queda tiempo para amarla.” Valdría decir lo mismo acerca de todo en el mundo: si juzgas algo, no te queda tiempo para amarlo. Y el amor se devela, siempre, en esa conexión que ya está presente.

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