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  • Claudia Navarrete

Hay instantes en la vida que nunca olvidas


Era un domingo, estábamos almorzando con unos amigos en el restaurante de un hotel boutique muy lindo cuando me enteré que Ana Lucía, mi sobrinita, tan amada y esperada, había nacido. Recuerdo que en ese momento no caí en la cuenta de que le faltaban varias semanas para nacer, algo me bloqueó y de esa manera me negué a pensar que algo podía estar mal, Ana Lucía solo se había adelantado un poco y yo quería ir en ese instante a conocerla.

Ni siquiera pregunté, pedí la cuenta y nos fuimos a casa, preparamos todo, lo más rápido que se puede uno preparar embarazada y con un bebé de un año y medio para salir corriendo a CDMX. Íbamos en el camino y yo seguía negando, ya conscientemente, que algo podía estar mal, Jorge, mi esposo, médico de profesión, no me decía nada que pudiera robarme la poca tranquilidad que sentía pero yo sabía, lo leía en su mirada, algo no estaba bien, algo estaba fuera de lugar.

Llegamos al hospital, no recuerdo en qué orden se fueron presentando los eventos ni con quien encargamos a nuestro hijo Paulo para subir a ver a mi cuñada, me urgía saber que todo estaba bien. Subimos y ahí estaba, se le veía tranquila, eso me tranquilizó pero solo por un momento, pronto empezó a contarnos lo que habían sido los últimos días de su embarazo, lo que había sucedido al nacer mi sobrina y mientras ella hablaba yo veía a mi esposo, algo no estaba bien, empezaba a ver mucho miedo en su mirada, en su actitud, yo quería preguntarle ahí mismo qué pensaba pero aguanté, aguanté hasta que salimos de la habitación, ya en el pasillo lo detuve y le dije “dime por favor que todo está bien”, él ya no podía ocultarme nada y solo contesto “eso deseo Nena, que todo esté bien”… no pude aguantar, me rompí y me puse a llorar. Yo no soy médico pero después de varios años juntos había escuchado ya tantas historias sobre bebés recién nacidos en circunstancias difíciles que inevitablemente me remitía a un escenario complicado.

Pasaron horas, y muchos días después todo empezaba a quedar claro, Ana Lucía requeriría cuidados especiales, poco a poco vimos que el escenario no era fácil. Desde mi trinchera lejana empecé a aprender de ella, de mi hermano, de mi cuñada, de la familia y amigos, ahora, en la distancia que provee el tiempo lo veo y era como si de pronto empezáramos a cerrar filas para hacer un gran soporte que nos contuviera a todos, a unos más que a otros pero había que contenernos como en un gran abrazo.

Los meses y los años empezaron a caer de uno en uno y empezábamos también a comprender la magnitud de la impresionante figura que ya era Ana Lucía en nuestras vidas. No recuerdo bien en qué momento exacto fue pero de pronto éramos una familia que hablaba, con absoluta naturalidad, de los derechos de las personas con discapacidad, lo más sorprendente fue ver la rapidez con la que los niños aprendieron, se adaptaron y aceptaron vivir en un mundo inclusivo, ese que de alguna manera, y no por mala intención de nuestros padres, pero que para nosotros había sido como un mundo paralelo.

Así, mientras hablábamos de derechos, de desarrollar facilidades viales para mayor movilidad a quienes usan sillas de ruedas, de inclusión, etc., es que nuestros hijos crecieron y nos vimos en la necesidad de buscar escuela para ellos y algo teníamos muy claro, no nos importaba si el nivel de inglés era de excelencia, tampoco que la institución tuvieran los mejores reconocimientos académicos de la zona, no, nuestra objetivo principal era encontrar una escuela inclusiva, donde los niños recibieran reforzamientos positivos de todos los principios y valores que les enseñábamos en casa. Debo decir que no fue fácil, algunos tienen buenas intenciones, sí, pero lamentablemente las buenas intenciones no son suficientes.

Después de mucho buscar y de grandes decepciones encontramos la escuela ideal, más allá de todas sus cualidades académicas a favor, encontramos un lugar donde cada niño era cobijado de manera personal para superar sus propias limitaciones. Su propuesta era y ha sido la ideal, ser la red que contuviera a todos los niños y a cada una de sus necesidades personales.

Varios de los compañeritos de nuestros hijos son pequeñitos con alguna discapacidad y puedo decir, con certeza, que estas circunstancias han sido absolutamente favorables para su desarrollo humano. Cada día me convenzo más que el modelo educativo de cualquier lugar del mundo debería de ser totalmente inclusivo, porque no hay nada que enaltezca más a un ser humano que su capacidad de aceptación y amor al prójimo, y que si queremos realmente hacer un cambio radical en nuestra sociedad debemos de esmerarnos por empezar a guiar nuestros corazones en esa dirección.

Los días, meses y años pasan y puedo decir que lo que un día nos llenó de miedo por no saber cómo sería el futuro de Ana Lucía ha pagado con creces todo el aprendizaje obtenido desde que llegó a nuestras vidas, nos ha enriquecido, nos ha humanizado, nos ha hecho mirar hacia los lados y darnos cuenta que la vida no sería tan extraordinaria sin personas como ella que a cada paso cimbran el suelo y los corazones que tocan.

A estas alturas sólo podría decir, GRACIAS ANA LUCÍA, GRACIAS POR LLEGAR, TE AMAMOS CON TODA EL ALMA!!!

“El alto desempeño académico es algo válido en la medida en que esté apoyado en el desarrollo personal y social del individuo. Sin él, carece de sentido social y, por lo tanto, SÓLO cubre apariencias, necesidades de reconocimiento y estatus.

Mediante un título puede simularse ser alguien educado, pero con ello no se obtiene la condición moral indispensable que define plenamente a un SER HUMANO"

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