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  • Ana Elisa P.

Los niños y el Papa Francisco


En la primera visita del papa Juan Pablo II, mi papá me cargó en sus hombros, mientras lo vimos pasar en su papa móvil. A partir de entonces intenté participar en cada una de sus visitas. Lo recuerdo como una persona que irradiaba bondad, que al verlo pasar todos queríamos capturar algo de su luz, de su capacidad de perdón, de la paz de su mirada. No me puedo jactar de ser una católica practicante conocedora de todas las leyes de la iglesia, pero sí de ser una seguidora del gran líder espiritual que es el Papa.

Ahora se encuentra al frente de la iglesia católica alguien que además de ser caritativo, generoso y humilde es inteligente. Muy inteligente. Es un jesuita académico que ha puesto sobre la mesa los grandes temas de la actualidad. Que con enorme valentía usa palabras sencillas, que sin duda el que escucha, entiende.

El Papa Francisco, por su formación jesuita, es especialmente cercano a los grupos vulnerables, y desde el inicio de su apostolado ha hecho hincapié en su interés por los niños, por hablarles, abrazarlos, besarlos, por confiar en ellos. Pero aún en ese gran amor ha hecho una distinción: los niños con discapacidad. Ellos atraen su mirada, reciben sus bendiciones, en ellos deposita su inagotable fuente de amor, le son importantes.

Como todos vimos en las diferentes ceremonias que se llevaron a cabo durante su visita, él tuvo tiempo para ellos. A aquellas personas que se pueden haber quedado con la impresión de que esta deferencia era parte de una faramalla orquestada por los organizadores, les quiero platicar que no. Él los busca, su equipo (que conoce a la perfección sus prioridades) los acerca y fuimos todos los papás quienes hicimos hasta lo imposible por propiciar que posara su mirada sobre ellos. Los padres de hijos con necesidades especiales, nos sentimos comprendidos y arropados por alguien que conoce las bondades que hay en estos corazones, y los papás se lo agradecemos profundamente.

Yo hoy cargué en hombros a mi hija pequeña, y con los apretones de sus manos y los silencios que compartimos, supe de su emoción y me atrevo a pensar que todos estos años después comprendí, recordé y cincelé en mi alma la riqueza de la espiritualidad compartida con los hijos.


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