“¿Por qué llamar “combo” a la discapacidad si mi hija o hijo sólo tiene un diagnóstico?”, esa pregunta seguramente cruzó por tu mente al leer el título de este artículo.
Pues bien, trataré de explicarme el por qué la llamo así.
Cuando como padre recibes el diagnóstico de que tu hijo(a) presenta una discapacidad, como seguramente ya lo has leído infinidad de veces, inicias un proceso de duelo, dudas, enojos, te conviertes en investigador, víctima, verdugo y cientos y cientos de planes y sueños color de rosa los ves desmoronarse frente a tus narices (si, no lo podemos negar, nos tiramos al drama, depresión o nos metemos en nuestro “almeja” para que el mundo no nos toque; de lo cual, una buena cantidad –o así lo espero- tomamos aire y salimos adelante para precisamente sacar adelante a nuestros hijos). Pero ahora, ¿qué pasa cuando recibes varios diagnósticos diferentes que implican varias discapacidades cohabitando en un solo ser o cuándo te cambian un diagnóstico y por ello el pronóstico se convierte incierto? Pues esa es nuestra historia. Como madre primeriza, miedosa y completamente apegada a leer instructivos cuando no sé utilizar algo nuevo, leí y me preparé (según yo) para estimularlo, trabajar con él y que fuera cumpliendo cada cosa que de acuerdo a su edad los libros mencionaban. Así fue, con algunas excepciones mi hijo era “perfecto”.
Para realizar sus estudios de preescolar, primaria y secundaria, busqué un colegio donde brindaran todos los niveles de estudios y con ello considerar la parte educativa como resuelta, seguía buscando la perfección. Lamentablemente mi hijo sufrió un accidente en dicha institución y a partir de ahí empezaron a cambiar las cosas, pues como secuela fue diagnosticado con epilepsia. El saber que mi niño tenía una enfermedad el simplemente pensarlo era difícil y más decirlo, el que tuviera que tomar medicamentos, no pudiera disfrutar de un delicioso chocolate ni jugar videojuegos no lo podía aceptar y luego, como buena madre “perfecta” cómo decirle a mi familia y amigos que mi hijo estaba enfermo, no era admisible.
A raíz del accidente y de que él se salvó prometí a la Santísima Virgen María que cada año hasta el fin de mis días mandaría decir una misa dando gracias por la salud de mi pequeño y fue entonces, después de un año que me atreví, a través de un escrito que les entregué al concluir la celebración eucarística, a compartir con mi familia y amigos lo que estaba sucediendo con mi hijo. Recuerdo las lágrimas de mi abuela y su rostro de preocupación, los abrazos de mis primos y tíos diciéndome que no estaba sola, pero aun así no me sentía bien como mamá. Estuvimos recorriendo todos los tratamientos, especialistas, estudios, grupos de apoyo y demás opciones que encontraba para mejorar la calidad de vida de mi hijo y por supuesto la mía, pues el sentirlo etiquetado con una enfermedad era algo con lo que no estaba de acuerdo.
Después de un tiempo y por problemas conductuales le hicieron ciertas pruebas psicológicas diagnosticándolo con Síndrome de Asperger, el cual es un trastorno del espectro autista, el cual implica, de manera muy simplificada, una forma diferente de entender y relacionarse socialmente. Con ayuda de su terapeuta me doy cuenta que tengo dos opciones: aceptarlo y entenderlo o tratar de cambiar lo que no se puede cambiar. Obviamente elegí la primera.
Al paso del tiempo y con los apoyos necesarios mi hijo cursa los primeros años de su educación primaria, dando constante seguimiento a la epilepsia y terapias para facilitarle su interacción social, cuando un día al salir de la escuela presenta un evento que cambiaría nuestra vida con el cual inicia nuestra aventura real al mundo de la discapacidad. Después de muchos médicos, estudios, pruebas, etc., nos brindan un diagnóstico: “tu hijo padece Miastenia Gravis generalizada”, al principio el shock fue fuerte, pero al investigar y leer de qué se trataba se convirtió en la entrada a la dimensión desconocida por la forma en que dicha enfermedad evoluciona sin que pudiera dar marcha atrás. Los miedos y la etiqueta “hijo perfecto, madre perfecta” se desvanecían para siempre, el dolor y duelo eran muy fuertes, pero mayor era la preocupación y angustia de perderlo, pues muchas opciones de posibles enfermedades pasaron frente a nosotros.
Ahora, después de más de seis años de caminar en el mundo de la discapacidad, pasando desde un cambio de diagnóstico –el cual a la fecha no es específico- he tenido la oportunidad de volver a encontrar eso que pensé que perdí “mi hijo es perfecto”. Sí, mi hijo es perfecto pues gracias a su perfección hoy soy una mujer guerrera que no se detiene ante la falta de un diagnóstico específico, que ante una puerta cerrada o ante un “no se puede” soy quien se atreve a luchar porque se respeten sus derechos, por buscar el mejor tratamiento que le brinde calidad de vida, porque exista inclusión educativa y laboral, porque las familias con enfermedades similares seamos visibles, porque mi hijo alcance sus sueños; pero sobre todo, porque vivamos el hoy, pues hoy está aquí, conmigo, caminando juntos.
Gracias a la vida, pues todos los días puedo decir “tengo el hijo perfecto”.