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Ana Elisa P.

Los ojos del corazón. Parte 1, AMOR.


Llego de trabajar y siento como se mueve la bebé en mi vientre, las dos estamos cansadas y disfrutamos ese momento de tranquilidad; yo le hago unas caricias y ella se estira un poquito. Tiene 6 meses de gestación y todo el embarazo ha ido de maravilla, yo nada de malestares y la bebé crece, conforme a los tiempos, como debe ser.

Dos semanas después no se mueve como acostumbra, aún en nuestro pequeño espacio de paz la siento ausente. Le platico, le doy algo dulce para ver si le hace cosquillitas, pero nada pasa. Salimos corriendo al hospital, y por suerte la encontramos bien. Los siguientes días pasan con muy poco movimiento, hipo el miércoles a las 4:00 pm, una patada el jueves a las 6 de la tarde. Es una semana que parece eterna y, finalmente, el domingo mi hija amada tiene que nacer, con menos de 7 meses de embarazo, se está asfixiando.

En la cesárea todo es emergencia y Mario y yo estamos detenidos en el tiempo, me acaricia el pelo y comentamos la falta de ropa pequeñita. Finalmente, Ana Lucía ve la luz, y en el fondo no sé si la vio. Mario se acerca y me dice al oído que nuestra hija ya nació y a pesar de mi insistencia él se queda conmigo, cuando yo pregunté por qué no la escuchaba llorar, el doctor se acercó y me dijo que era un procedimiento diferente y me puso a dormir.

A mi negrita pedazo de cielo yo la conocí hasta el lunes. Con la tranquilidad que me dio la ignorancia el día de su nacimiento recibí visitas, me tomé fotos y me pregunté qué tan pequeñita habrá estado por llegar corriendo a este mundo antes de lo debido. Pesó un kilo y medio, no pudo respirar solita y la tuvieron que entubar y conectar a muchas máquinas diferentes para monitorear sus signos vitales. Pasaron los días y las semanas, tuvo una complicación del corazón, infección en la sangre, algunos intentos fallidos por dejar los aparatos que la ayudaban a respirar, y el gran edema de agua que tenia en su cerebro se iba reabsorbiendo poco a poco. Cabía en mis dos manos, o por lo menos eso creo porque no me dejaban cargarla. La podía acariciar un poco, hablarle y cantarle. Era lo más hermoso y perfecto que yo había visto, su pequeñita nariz respingada y sus largas manos de pianista me cautivaban, sus piececitos morados y sus misteriosos ojitos que seguían cerrados la mayor parte del tiempo. Hicimos apuestas sobre su pelo, china como mamá o lacia como papá.

A las 4 semanas, después de una complicación “menor” conseguí que el doctor me dijera que su vida estaba fuera de peligro. Aquel doctor que le salvó la vida y estará en nuestros corazones siempre. Siguieron y siguieron los estudios, su cabecita mejoraba un poco. Por fin empezó a comer, un mililitro cada dos horas; un mililitro es una gota prácticamente imperceptible para cualquiera de nosotros, y ese fue otro largo andar.

Finalmente, llegó el maravilloso y mágico momento en que la pudimos cargar. Acomodamos todos sus cables, yo me abrí la bata y la recargué en mi pecho. El tiempo se detuvo, y mi respiración también. Sentí el calor de su cuerpo sobre el mío, su pausada y suave respiración, su olor. Cinco semanas después de su nacimiento, Ana Lucia estaba conmigo, y Mario también con ella. Y Mario conmigo, en toda esta vivencia que nos unirá por siempre y que en el fondo de nuestro corazón sólo nosotros comprendemos plenamente. Durante 6 semanas vimos a nuestra hija con los ojos del corazón, luchar y sobreponerse a todas las pruebas que se le iban presentando. Ana Lucia en 6 semanas había peleado más, que algunas personas en toda una vida. Ana lucia en 6 semanas comenzó a forjar un espíritu de hierro y tenacidad que estoy segura será su gran armadura impenetrable en los tiempos por venir. Y mientras yo, ese día aprendí de amor.

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